La mujer a finales de la Edad Media

Sobre la Edad Media

Existe un cliché sobre la Edad Media que, afortunadamente, los historiadores rigurosos han contribuido a disipar: la idea que era época absolutamente oscura, atrasada y brutal, donde las mujeres eran tratadas como esclavas o animales de carga. Es cierto que, en ciertos periodos y lugares la vida medieval fue muy dura y supuso un paso atrás comparada con los siglos del Imperio romano. Pero cuando hablamos de Edad Media nos referimos a un intervalo de ¡mil años! y a un escenario muy diverso: Europa. En esos mil años hubo una evolución, no sólo histórica, sino social y cultural, que preparó el terreno para la eclosión del Renacimiento y la Edad Moderna. Nuestra civilización occidental sería impensable sin la Edad Media europea. Fue, sin duda, una larga etapa de cambios, crecimiento, crisis y avances: la infancia de Europa.

La Mujer en la Edad Media

¿Cuál era la situación de la mujer durante la Edad Media? En primer lugar, hay que decir que variaba muchísimo según el origen y la posición social de la mujer. No se puede comparar la condición y las oportunidades de las que gozaba una reina o una dama de la alta nobleza con la vida de una mujer campesina o una obrera urbana.

Los documentos civiles y literarios arrojan muchas pistas sobre la mentalidad medieval hacia la mujer. La visión del mundo grecorromano y algunos textos bíblicos contribuían a considerar a la mujer como un ser inferior, tendente al pecado y a los excesos, que debía estar subordinado a la autoridad del varón y cuya misión principal en la vida era asegurar la descendencia. El ideal era ser buena esposa y madre de sus hijos. Con todo, parece que las mujeres gozaron de más libertad de movimiento en plena Edad Media que en siglos posteriores. En la novela La reina fiel encontramos a una dama francesa que, con sus hijos, emprende una larga peregrinación a Santiago de Compostela. No sería el único caso.

Sin embargo, el destino de las mujeres era limitado. La soltería estaba muy mal considerada. Una mujer, al nacer, tenía tres opciones: casarse, meterse en un convento o convertirse en una marginada, como las prostitutas, las alcahuetas o las curanderas, que a veces eran acusadas de brujería. Las viudas, si no heredaban una fortuna, lo pasaban mal. Pero existía otro estado similar al de la mujer casada: el amancebamiento o concubinato, mal visto pero aceptado, pues el matrimonio sacramental tardó en instaurarse por completo. No eran pocos los clérigos que vivían amancebados, ya fuera de manera encubierta o a la vista de todo el mundo. Tan frecuente era este estado que incluso se contemplaba en la ley. Las Partidas del rey Alfonso X el Sabio decretaban que:

De las otras mugeres que tienen los omes, que non son de bendiciones. Barraganas defiende Santa Eglesia que non tenga ningun Christiano, porque biuen con ellas en pecado mortal. Pero los Sabios antiguos que fizieron las leyes, consentieronles que algunos las pudiessen auer sin pena temporal: porque touieron que era menos mal de auer una que muchas... 

Las damas aristocráticas

Estas mujeres gozaban de una situación privilegiada. Regían sus propiedades y tenían acceso a la cultura: aprendían a leer y escribir. Un caso célebre es el de Cristina de Pizan (1364-1430), nacida en Italia y educada en la corte francesa de Carlos V. Fue una escritora prolífica que obtuvo ingresos por sus obras. Combatió la misoginia de la universidad parisina en la Querella de les dames (1401-1430), y en su Cité de les Dames (1405) defendió el valor moral, intelectual, político e incluso guerrero de las mujeres a lo largo de la historia, ilustrándolo con la vida de diversos personajes. Cristina de Pisan se pregunta por qué los hombres desprecian a las mujeres y las minusvaloran. Este párrafo es bien significativo:

Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados [...] Otros hombres han acusado a las mujeres por distintas razones: los unos impulsados por sus vicios, los otros debido a la invalidez de su propio cuerpo, algunos por pura envidia y en mayor medida porque les gusta hablar mal de la gente. Si alguien quisiera alegar que, por culpa de Eva, la mujer hizo caer al hombre, le respondería que si Eva le hizo perder un puesto, gracias a María ganó uno más alto [...] Si se quiere afirmar, por otra parte, que las mujeres no tienen ninguna disposición natural para la política y el ejercicio del poder, podría citarte el ejemplo de muchas mujeres ilustres que reinaron en el pasado. Ciertamente, hay muchas mujeres tontas, pero sin querer ofender a los varones, también hay muchas que, pese a su falta de cultura, tienen la mente más alerta y razonan mejor que la mayoría de los hombres. Sus maridos harían bien en confiar en ellas o en tomar algo de su buen juicio que les sería de gran provecho.

¡Sobran los comentarios!


En Castilla hubo otra dama escritora, Leonor López de Córdoba y Carrillo (1362-1412), favorita de la reina Catalina de Lancáster, esposa de Enrique III y madre de la reina María. Hasta su expulsión de la corte, por una disputa sin resolver con la reina, Leonor ejerció un gran poder en la corte castellana. Exiliada en Sevilla, escribió una autobiografía en prosa: Memorias de Doña Leonor López de Córdoba.

Aparte de su posición, las damas de alta cuna fueron cantadas, alabadas y ensalzadas por los trovadores y poetas. La imagen de la mujer que se desprende de la poesía trovadoresca es sublime e idealizada, se elogiaba su belleza (real o no) pero también sus sentimientos y pasiones.

Centrándonos en la corona de Aragón, pues en el resto de Europa podríamos nombrar a muchas más, hubo damas, reinas y abadesas que sobresalieron por su sabiduría, autoridad y buen hacer. Veamos algunos ejemplos.

Reinas y Señoras

Isabel de Portugal (n. 1269) era hija del rey aragonés Pere III y Constanza de Sicilia. A los doce años la casaron con el rey Dionís de Portugal, de quien tuvo que sufrir continuas infidelidades. Isabel se refugió en las obras de caridad, pero no se limitó a atender a los pobres, sino que brilló como extraordinaria mediadora en las guerras civiles entre su marido y sus propios hijos. Isabel murió con fama de santidad, se le atribuían numerosos milagros y la Iglesia la declaró santa.


Elisenda de Montcada, esposa de Jaume II y fundadora del monasterio de Pedralbes, fue elogiada por el escritor Bernat Metge por su nobleza, honradez y generosidad hacia los pobres. Margarita de Prades, viuda de Martín el Humano, fue celebrada por su belleza física y moral.

Otras mujeres fueron desgraciadas y los poetas cantaron su triste destino. Sibila de Fortiá, primero concubina y después esposa del rey Pedro IV el Ceremonioso sufrió tortura y cárcel a la muerte del rey a manos de Violante de Bar, esposa de su sucesor Juan I.

Violante de Bar, amante de la cultura, las artes y la vida lujosa y refinada, promovió junto con su esposo un brillante movimiento intelectual alrededor de la corte. A la muerte del rey fue acusada por malversación de fondos y relegada a un segundo plano. No obstante, mantuvo parte de sus propiedades y los consejeros de Barcelona siempre la respetaron y la invitaron a sus sesiones de cortes, tratándola como a una reina emérita.

Isabel de Aragón, esposa del último conde de Urgel pasó años de encierro en el convento de Sigena con sus hijas cuando su marido perdió la guerra contra Alfonso V tras el compromiso de Caspe (1412). Más tarde, el rey Alfonso V envió a las jóvenes, Isabel y Leonor, a la corte de su esposa, la reina María, y las fue casando a diversos nobles y príncipes, según sus intereses. Isabel de Aragón nunca pudo despedirse de su marido, que murió solo y prisionero en el castillo de Játiva en 1433.

 Abadesas

Si hubo un grupo de mujeres realmente poderosas en la Edad Media europea, sin duda lo fueron las abadesas, especialmente si regentaban conventos grandes con muchas tierras y rentas. Las abadesas, a parte de ser las madres espirituales y rectoras de su comunidad de monjas, actuaban como auténticas señoras feudales, sin estar condicionadas por ningún marido. Decidían, ordenaban e intervenían en la política local. Eran referentes incluso en cuestiones de justicia. Algunas abadesas procedían de la nobleza o de la familia real. La reina María tuvo trato y correspondencia con unas cuantas, y las relaciones no siempre fueron fluidas. María se preocupaba por la calidad moral y la fidelidad de las monjas a sus votos, y la vida en los conventos no siempre era ejemplar. Se daban divisiones, peleas e incluso escándalos de prostitución. La correspondencia de la reina nos ha permitido conocer algunos de estos conflictos.

Las abadesas, además de su posición privilegiada, solían ser mujeres muy cultas. Algunas fueron escritoras pioneras en su tiempo. Teresa de Cartagena, religiosa en Burgos, sorda por una enfermedad, describió su dolor y sufrimientos de forma impactante en su obra Arboleda de los enfermos. Fue criticada por expresar con tanta libertad sus sentimientos, y su respuesta fue escribir otro libro, Admiración de las obras de Dios, donde defendía que Dios dotaba de tanta sabiduría a las mujeres como a los hombres.

Otra figura brillante, que aparece en la vida de la reina María, es Isabel de Villena. Nacida Leonor, hija del noble Enrique de Villena, vivió en la corte de la reina María durante su adolescencia y profesó como clarisa en el convento de la Trinidad de Valencia, fundado por la misma reina. Vivió allí sesenta años de su vida (1430-1490) y llegó a ser abadesa. Su obra Vita Christi es una innovadora historia de Jesús relatada desde el punto de vista de las mujeres: María, Magdalena y otras. Isabel la Católica leyó esta obra y la hizo imprimir en el año 1497. Isabel de Villena es considerada por muchos como la primera escritora conocida de la literatura valenciana.

Curanderas y parteras

Las curanderas (remeieres en catalán) eran mujeres conocidas y apreciadas en el ámbito rural y del pueblo llano. Expertas en toda clase de hierbas y pócimas, vendían sus remedios y atendían a los enfermos que no podían permitirse pagar a un médico. Sin embargo, estas mujeres eran blanco de la ira popular cuando acaecían desgracias. Si eran acusadas de brujería, les esperaba el linchamiento y la hoguera.

Algunas curanderas alcanzaron el reconocimiento y el prestigio. La reina María buscó remedio en la sabiduría de estas mujeres: una mujer judía de Tortosa le preparó un «agua» medicinal y otra curandera, llamada Teresa, elaboró un bálsamo para ella. Las cartas de María mencionan también a la partera María Oto, de Toledo, que se desplazó desde Castilla a la corte de la reina para atenderla durante una temporada.

Mujeres devotas: las beguinas

Las beguinas salían de los carriles habituales para una mujer de su tiempo. Eran mujeres devotas, solteras pero no monjas, que elegían vivir solas en sus casas o, a veces, en conventos. Solían dedicarse a tareas humanitarias, como vestir los cadáveres de los difuntos, repartir comida a los pobres, ayudar a las viudas o atender a los enfermos. Podían ser de cualquier extracción social. Jaume Roig, médico y poeta valenciano, hace un retrato nada halagüeño de estas mujeres en su obra Espill o Llibre de les dones.

                        Veig la beguina    saltamartina

                        de sella´n sella,    de vetla´n vetla,

                        gira-mantells,    pica-martells,

                        disputadora,    demanadora

                        de qüestions    e fent raons

                        als confessors    e preicadors.

Según el retrato despiadado de Roig, estas mujeres eran sabihondas, se entrometían en la vida de las gentes y pretendían saber más teología que los curas. Es posible que algunas fueran así, pero también puede ser que a un hombre de su tiempo le resultara incómodo ver a estas mujeres no sujetas a una autoridad marital ni eclesiástica.

La hermana del último conde de Urgel, Leonor, quiso abrazar este género de vida, pero no se le permitió. Optó por retirarse a una cueva en los montes de Prades, donde vivió como ermitaña mucho tiempo y murió con fama de santidad.

La reina María tuvo varias amigas beguinas y las recibía en su casa regularmente, lo cual nos da otra imagen de estas mujeres: señoras cultas, discretas y capaces de cultivar la amistad de una reina amante de las letras y espiritualmente sensible. Sus cartas reflejan la estima que le profesaban las beguinas: rezaban por ella y por su salud y, de tanto en tanto, le enviaban regalos.

Las damas de la corte

La reina María tenía una «casa» de más de cien personas. Muchas de ellas eran jóvenes de la nobleza, que iban a vivir con ella esperando aprender, posicionarse socialmente y conseguir un buen matrimonio apadrinado por la reina. Ser doncella o dama de una reina era un privilegio por el que muchas competían.

María cuidó especialmente de dos aspectos: que sus damas fueran moralmente intachables y que aprendieran a leer y escribir. Le importaba no sólo que fueran buenas hijas y esposas, sino que pudieran valerse por sí mismas y tuvieran formación. En varias ocasiones María rescató a algunas jovencitas de caer en la prostitución o la miseria. Sus cartas nos revelan el caso de Jordieta. Quizás empujados por la pobreza, sus padres estaban a punto de dejarla en manos de una alcahueta que la iniciaría en el oficio. Una dama barcelonesa escribió a la reina pidiéndole ayuda y María acogió a la niña en su casa.


La reina se ocupó de casar y dar buena dote a unas cuantas de sus doncellas, algo que hizo con gran esfuerzo, dadas sus penalidades económicas. Una vez casadas, mantenía relación con ellas, a menudo por carta, y las aconsejaba. En su correspondencia descubrimos varios casos de maltratos y conflictos domésticos. Acorde con la mentalidad de la época y su propio criterio, María aconsejaba a las mujeres resistir, conquistar a sus maridos con dulzura y paciencia y procurar defender el honor de la familia ante todo. El divorcio o la separación eran impensables, pero la reina sabía bien qué es sufrir por desamor. De modo que también escribía a los maridos e incluso a su esposo, el rey, para interceder por estas damas desgraciadas y pedir que fueran bien tratadas.

Moras y esclavas

La esclavitud es una realidad que hoy nos repulsa, pero que ha sido habitual y aceptada durante milenios en buena parte de la humanidad. En el siglo XV europeo era normal que las familias reales y los nobles tuvieran esclavos, comprados a los piratas o bien como fruto de un botín de guerra. A veces los esclavos eran regalos de reyes musulmanes, puesto que en los reinos cristianos se abolía esclavizar a los propios congéneres. Por este motivo, los esclavos solían ser extranjeros, casi siempre del África.

La reina María tuvo algunos esclavos. No sabemos de dónde venían, pero entre sus doncellas había una tal Catalina la Negra (posiblemente africana) y a su muerte sabemos que la servían varios esclavos varones, a quienes liberó y otorgó una suma de dinero, tal como se lee en su testamento. Los esclavos podían sufrir vejaciones, pero en casa de María eran bien tratados, como cualquier otro sirviente, y apreciaban a su señora.

¿Qué sabemos de las mujeres musulmanas? Estudiando el mundo de la reina María surge una figura trágica: Sofía, concubina de un musulmán condenado a morir por robo. Sola y desamparada, esta mujer acudió a la reina María solicitando asilo. María se lo concedió. Pero, siendo respetuosa de las leyes islámicas, quiso saber cómo debía proceder con ella y consultó a sus abogados. El destino de Sofía era fatal: como adúltera, debía morir apedreada. María optó por una solución para evitar la muerte de esta mujer: le propuso bautizarla, a ella y a sus hijos. Siendo cristianos, podrían gozar de la protección real y nada les sucedería. Sofía aceptó y tanto ella como los niños fueron acogidos en casa de la reina.

Sabemos que en las comunidades moriscas, numerosas en Valencia, regían las leyes musulmanas. ¿Cómo era el estatus de la mujer mora? Al igual que la cristiana, no gozaba de las mismas libertades y privilegios que los hombres. Pero había un grupo de mujeres poderosas a la sombra: las princesas del harén.

Se conservan cartas de María dirigidas a La Horra, madre del rey de Granada. Esta mujer, desde el harén, ejercía una gran influencia en las decisiones de su esposo y en los asuntos de la corte. Para resolver el caso de unos niños esclavos, María no dudó en dirigirse a ella y gestionar la liberación de los presos.

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