Los reinos hispanos en el siglo XV
Si echamos un vistazo al mapa político de la península ibérica en la primera mitad del siglo XV, de inmediato saltan a la vista las diferencias con el mapa de hoy.
Encontramos un territorio dividido en siete reinos y un
principado: Portugal, Granada, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia,
Mallorca y el principado de Cataluña. Todos estos eran cristianos salvo el
reino de Granada, que era musulmán.
¿Cada reino tenía un rey? Sí y no, porque aquí la cosa se
complica. Portugal, Castilla, Navarra y Granada tenían un rey. Pero el rey
de Aragón gobierna sobre tres reinos y el principado de Cataluña. Además,
la corona de Aragón había poseído territorios en ultramar: Cerdeña, Nápoles,
Sicilia y el ducado de Atenas y Neopatria, posesiones que se perdieron y que el
rey Alfonso V quiso recuperar.
Cada reino tenía sus leyes e instituciones. Se suele decir que en la Edad Media se vivía bajo un régimen feudal, donde el poder se concentraba en los señores y en el alto clero (abades y obispos actuaban como señores feudales). Pero en los reinos hispanos hubo diferencias respecto a otros países europeos.
Por un lado, la Reconquista, que duró más de setecientos
años, fue una empresa de enorme duración y envergadura que condicionó la
política de los reinos cristianos. El poder de los reyes tenía límites: para
contar con la ayuda militar de los señores nobles y sus vasallos, tenían que recompensarlos
concediéndoles privilegios y tierras. La nobleza siempre fue un
contrapoder a la monarquía. Por otra parte, para favorecer la repoblación de
territorios conquistados y casi desiertos, se concedieron muchos derechos y
privilegios a los habitantes de estas zonas y a las ciudades, que tenían sus
propias legislaciones municipales. Los historiadores señalan que el feudalismo
en Castilla y León era una versión atenuada respecto a otros países europeos.
Recordemos que en la ciudad de León, en el año 1188, se celebraron unas cortes
pioneras en Europa, ya que contaron con representantes de todos los estamentos
sociales, incluido el pueblo llano. Sin embargo, el equilibrio de poder no era
igual en todos los reinos. En la corona de Aragón los señores feudales,
el patriciado urbano y los abades tenían más poder ante el monarca que en
Castilla.
Veamos ahora, uno por uno, estos territorios.
Castilla
Era el reino cristiano más rico y poblado (curioso
comparándolo con la actualidad). Abarcaba los antiguos reinos de Castilla, León
y Galicia, unificados definitivamente desde los tiempos del rey Fernando III
(1230). Su gran puerto de mar era Sevilla, en el sur. Galicia y la cornisa
cantábrica formaban parte de este reino que, al empezar el s. XV, contaba con unos
cuatro millones de habitantes. La capital era Toledo, aunque la corte
real se desplazaba y residía temporalmente en otros lugares, como Segovia,
donde nació la reina María, Medina del Campo y Valladolid, la ciudad más
populosa y rica de Castilla. La principal riqueza de Castilla estaba en la ganadería;
la lana era un producto muy valorado que, en ocasiones, se utilizaba como
moneda de cambio. La reina María recibió una parte del pago de su dote en
ovejas merinas.
Navarra
Correspondía a un territorio mayor que la comunidad navarra
actual, ya que abarcaba también el País Vasco. En los inicios de la Reconquista
formó parte de la Marca Hispánica y se fue extendiendo alrededor de Pamplona,
una de las ciudades más ricas y pobladas de la Península durante la Alta Edad
Media. En el siglo XI, el reino de Pamplona alcanzó su máxima extensión,
abarcando parte del norte de Castilla y Cantabria, hasta Aragón. En tiempos del
rey Sancho III el Mayor Navarra era un reino poderoso y respetable
(siglo XI). Con el tiempo fue perdiendo territorio y su población quedó
diezmada por las pestes del siglo XIV. A principios del siglo XV, según los
censos, contaba con unos 17 000 fuegos (hogares), lo cual puede suponer unos ciento
veinte mil habitantes. El reino de Navarra vivía sobre todo de la agricultura y
la ganadería, aunque poseía minas de hierro y herrerías. Sufría continuas
fricciones en sus fronteras con Francia y Aragón, casi siempre provocadas por
peleas de pastores y robo de ganado (otro problema que tuvo que afrontar
la reina María). El contrabando y la bandolería también estaban a la orden del
día.
Aragón
El reino de Aragón surgió a raíz de la Reconquista tras la
unión de los condados de Sobrarbe y Ribagorza. Se gobernaba según los Fueros de Aragón, que limitaban seriamente la autoridad real y otorgaban gran
autoridad a las cortes. Una figura especialmente importante era el Justicia,
que mediaba entre el rey y los nobles feudales. Aragón se unió con el condado
de Barcelona en 1150, tras el matrimonio de Petronila (hija de Ramiro II el
Monje) con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV; desde entonces, la Corona de Aragón incluyó ambos territorios. En el s. XV, pese a su solera
histórica, era un reino pobre y despoblado, con unos doscientos mil habitantes
(40 000 hogares en el censo de 1429). En las ciudades vivían importantes
comunidades de judíos (aljamas), muy dinámicas en el campo comercial y
bancario. Su capital era Zaragoza, ciudad de 20 000 habitantes que
conservaba la huella de su pasado como capital musulmana y romana.
Valencia
Este reino, antigua taifa de Valencia, se incorporó a la
corona de Aragón en 1238 con Jaime I el Conquistador. Su capital, Valencia,
era el puerto de Castilla hacia el Mediterráneo. A principios de siglo la
ciudad contaba con unos 40 000 habitantes, cifra que se duplicó a final del
siglo. Fue una época de esplendor que se refleja en su arquitectura gótica,
tanto civil como religiosa, y en la efervescencia cultural y artística de
aquella época. En la ciudad había más de veinte gremios de artesanos y oficios.
Cuando los infantes de Portugal la visitaron, invitados por Alfonso V en 1438,
exclamaron admirados que jamás habían visto ciudad como aquella.
Valencia era un reino dinámico, abierto al mar y al
comercio, pero que sufría el azote de la piratería en sus costas. En
Valencia vivían muchos mudéjares y judíos, que conservaban su religión y se regían por sus propias
leyes y tradiciones. La convivencia con los cristianos no siempre era pacífica,
como lo vemos en algunos episodios de la novela.
Mallorca
Este reino abarcaba las islas Baleares y las zonas de
Conflent (sur de Francia), Montpellier, Rosellón y la Cerdaña. Las islas fueron
conquistadas por el rey Jaime I de Aragón en 1231. Por su ubicación estratégica en
el Mediterráneo, eran una zona disputada entre árabes, genoveses, catalanes y
franceses. En el siglo XV Mallorca sufrió graves conflictos sociales,
como se refleja en la novela. La reina María tuvo que lidiar con revueltas
campesinas y bandoleros. Según los censos de fogatges (hogares), durante
el siglo XV la población de la isla de Mallorca osciló alrededor de los 5000,
lo que significa unos treinta mil habitantes en total. Como dato de interés, la
gran riqueza de Ibiza era la sal, que se explotaba desde la antigüedad. La reina María tuvo que afrontar las
protestas de los consejeros de la isla cuando su marido, el rey, mandó requisar
toda la sal de la isla para venderla y obtener beneficios.
Portugal
Antiguo condado del reino de Galicia, acabó formando parte
del reino de León, pero se escindió con el conde Alfonso I en el 1139. Cuarenta
años más tarde, el papa Alejandro III lo reconoció mediante bula como «país
independiente y vasallo de la Iglesia cristiana». Portugal estaba abierto al
Atlántico y su gran potencial estaba en la marina y el comercio
ultramar. La relación con Castilla y los otros reinos alternaba enemistad con
alianzas. Tanto el rey de Castilla, Juan II (hermano de la reina María) como
Alfonso V de Aragón procuraban buscar la amistad y el apoyo de Portugal
pactando matrimonios estratégicos entre las casas reales de los tres reinos.
Portugal contaba con poco más de un millón de habitantes y
su capital era Lisboa, que duplicó su población durante el siglo XV,
pasando de cincuenta a cien mil habitantes. Entre los siglos XV y XVI llegó a
Portugal un cuantioso número de esclavos africanos, se calcula que
llegaron a sumar 150 000, ¡más del 10% de la población!
Granada
El reino nazarí de Granada era el último reducto
musulmán en la península. Pequeño y rico, se mantuvo frente a Castilla durante
siglos gracias al pago de las parias, impuestos en oro que contribuían a
mantener la corona castellana (y a pagar sus guerras) y a la diplomacia de sus
reyes. De ahí que las relaciones con Granada en la primera mitad del siglo XV
fueran pacíficas y amistosas. Las fricciones se daban cuando los reyes nazaríes
acogían a disidentes o fugados de Castilla, como fue el caso de la infanta Catalina,
hermana del rey Juan II de Castilla y esposa de Enrique, uno de los infantes de
Aragón (lo vemos en la novela). También se producían tensiones por la
piratería: desde Granada se alentaba y se protegía el tráfico de esclavos de
los berberiscos, que solían hacer incursiones en los reinos cristianos del
norte.
El reino de Granada vivía de una agricultura de regadío, la
artesanía y el comercio con todo el Mediterráneo y el norte de África. Uno de
sus productos más preciados era la seda. Pese a su organizada
administración y a su prosperidad comercial, en la corte se daban intrigas
incesantes por el acceso al trono, provocando inestabilidad política. La reina
era una figura relevante: parte de las decisiones políticas salían del harén.
Así lo vemos en la novela, cuando la reina María escribe a la madre del rey, a
quien llama La Horra, para mediar en un asunto de liberación de
cautivos.
La ciudad de Granada contaba con más de 150
000 habitantes en el siglo XV; era la ciudad más grande y cosmopolita de la
península. Según los historiadores, el reino estaba densamente poblado. La
arquitectura musulmana y monumentos como la Alhambra revelan una época
de esplendor artístico y cultural.
Dejo para el final el territorio donde se desarrolla buena
parte de mi novela: el principado de Cataluña.
Cataluña
¿Por qué era un principado, y no un reino? Porque nunca hubo
un «rey de Catalunya», sino condes de Barcelona. Durante los primeros
siglos de la Reconquista, el norte de Cataluña formó parte de una serie de condados tapón
en torno a los Pirineos, establecidos por los francos para detener el avance musulmán.
Capitaneados por señores guerreros visigodos y sus vasallos, era la llamada Marca Hispánica. A medida que iban ganando terreno, los nobles consolidaron sus condados: Pallars, Cerdaña, Urgell, Gerona, Ampurias, Osona, Besalú
y Barcelona. El de Barcelona se independizó de los reyes francos cuando
el conde Borrell II tuvo que espabilarse sin su ayuda para hacer frente
a la invasión almorávide. Con el paso del tiempo el condado de Barcelona
se impuso sobre los demás, conquistando nuevos territorios a los musulmanes y
absorbiendo otros condados. En 1150, con el matrimonio del conde Ramón Berenguer IV con la heredera del rey de Aragón, Petronila, ambos
territorios se unieron formando la corona de Aragón. En lo sucesivo, el monarca
sería rey de Aragón y conde de Barcelona, ambos cargos en una misma
persona.
Cataluña en la primera mitad del siglo XV tenía unos
trescientos mil habitantes. Sufría males endémicos: banderías en las ciudades
(luchas de familias rivales, al más puro estilo mafioso); piratería en las
costas, fricciones de pastores en la fronteras pirenaicas y revueltas
campesinas. Los motores de Cataluña eran las ciudades con sus mercados y los
grandes centros monásticos (Montserrat, Poblet, Santes Creus), pero sobre todo
su capital. Barcelona, puerto de mar con sus propias atarazanas, era una
ciudad dinámica por su burguesía y su industria textil y artesanal. La
principal amenaza para los empresarios era la competencia de otros mercados,
como el genovés y el veneciano. De ahí que una constante petición de los
magnates a la monarquía fuera la implantación de medidas proteccionistas y
aranceles. Barcelona a principios del siglo XV tenía unos 25 000 habitantes.
Una reflexión final
Las gentes pasan, la tierra permanece. Pero la tierra recibe
las huellas de quienes la pisan y la habitan. ¿Tiene memoria la tierra? Si
pudiera hablar... ¡cuántas historias nos explicaría! Las escritas y las no
escritas; las recordadas y las olvidadas. La tierra no entiende de mapas ni de
posesiones, pero los humanos sí. Nuestro lenguaje, que nos lleva aún más lejos
que nuestros sueños, también define, limita, nombra y etiqueta. La tierra no
tiene nombre, pero los nombres y los linderos que le hemos impuesto nos hablan
tanto como su silencio. Sí, las voces y las fronteras son algo que pasa,
que no dura para siempre. Es bueno recordarlo para saber de dónde venimos, para
saber que antes hubo cosas diferentes, otras no tanto. No hay nada escrito
definitivamente; todo puede cambiar.
Como dice la reina María...
«¿De quién es la
tierra, Señor? Hoy nuestra, ayer de los moros, antes de los godos y antes de
los romanos… ¿Y antes? ¿Por qué los hombres luchan tanto por un pedazo de lo
que sólo es vuestro? Señor, velad por nuestra familia. Vos que amáis la unidad,
la paz, la justicia… Velad por estos jóvenes príncipes que juegan a ser dioses
y que sólo aman el honor y la gloria. Son vuestros, el honor y la gloria,
Señor. Son vuestros y no de los pobres humanos, que al final nos convertiremos
en polvo y ceniza.» (La reina fiel, capítulo 16)
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