La Europa del Quattrocento

Después de ver el panorama geopolítico hispano, vayamos ahora al contexto histórico de la Europa mediterránea. ¿Qué ocurría en el mundo que conoció la reina María? La primera mitad del siglo XV, el Quattrocento, fue una época convulsa, de cambios, con momentos de esplendor pero también manchada de sangre. El historiador Huizinga la define con el título de su conocida obra: El otoño de la Edad Media.

Si el mapa de la península ibérica en el siglo XV era bien distinto del actual, en el resto de Europa no lo era menos. ¿Qué ocurría en la Europa del siglo XV?

Tras un siglo XIV marcado por el trauma de la peste negra, que segó la vida de casi la mitad de la población europea (¡eso fue una pandemia con todas las letras!), el siglo XV ve un resurgir económico, demográfico y cultural, pero también crecientes conflictos entre reinos.

El arte y la guerra marcan el s. XV europeo. Estatua de Juana de Arco ante la catedral de Amiens.

Una guerra de cien años

En esta época se termina una larga guerra entre Francia e Inglaterra, la Guerra de los Cien Años. El origen de la contienda hay que buscarlo en la invasión normanda del territorio inglés (año 1070) y en varios territorios franceses que acabaron en manos de la corona inglesa. La guerra comenzó en 1337 y se prolongó en varias etapas, con avances y retrocesos de cada bando, a lo largo del reinado de siete reyes. Como es de esperar, los otros países apoyaban a uno y otro bando, según sus intereses. Y franceses e ingleses buscaban aliados fuera de sus fronteras. Es famosa la intervención de Bertrand du Guesclin (capitán francés) en la guerra castellana entre dos hermanos, el rey Pedro I el Cruel y Enrique II, el de las Mercedes. Enrique, hijo bastardo, acabaría venciendo y ocupando el trono: fue el bisabuelo de la reina María.  

Guerra de los Cien Años. Batalla de Agincourt.

La Guerra de los Cien Años comenzó a resolverse con la intervención inesperada de una jovencita, Juana de Arco, que se puso al frente de las tropas francesas infundiéndoles una moral altísima. Recuperaron Orleans y varias ciudades en poder de los ingleses y el delfín Carlos VII fue coronado rey. Después de estos pasos decisivos, el nuevo rey reforzó su ejército y las fortificaciones militares de Francia y logró ganar terreno. Un matrimonio entre dinastías (la sobrina de Carlos VII con el joven rey inglés), acabó abriendo puertas hacia la paz definitiva, que no se firmó hasta 1453. ¡Casi ciento veinte años de guerra! Inglaterra abandonó sus posesiones francesas, salvo la ciudad de Calais.

Cara y cruz de Juana de Arco: la doncella guerrera y la "hereje" quemada.

Italia: un mosaico de repúblicas en contienda

La Italia unificada que conocemos hoy, y que había conocido el Imperio romano, se fragmentó en pedazos durante la Edad Media y así continuó hasta el siglo XIX. El territorio estaba dividido en repúblicas, muy ricas por su potencia industrial y su comercio. Destacaban Venecia, Génova, Florencia, los ducados de Milán y Saboya, los Estados Pontificios (posesión de la Iglesia) y los reinos de Nápoles y Sicilia. La riqueza de estos territorios no podía compararse a la de los reinos hispanos, de ahí que el rey Alfonso V, al llegar a Nápoles, cayera seducido por la opulencia y el brillo cultural de la sociedad napolitana. Sólo de Nápoles podía obtener rentas e ingresos muy superiores a los de sus reinos de la Corona de Aragón.

Italia en el siglo XV. 

Las repúblicas italianas solían estar en pugna unas con otras, a veces llegando a las armas. Los Estados Pontificios también participaban en estas disputas, siempre defendiendo su territorio: ocupaban casi un tercio de la península itálica. En medio del polvorín se movían los condottieri, capitanes de tropas mercenarias dispuestos a luchar a las órdenes del mejor postor. En la novela aparece varias veces uno de estos personajes, muy célebre en su tiempo, el condottiero Giácomo Caldora.

Los reinos hispanos tenían una relación conflictiva con Italia. La Corona de Aragón durante los siglos XII y XIII se había adueñado del sur: Nápoles y Sicilia, y el rey Alfonso V quiso recuperar estas posesiones. Los productores textiles de Cataluña, por su parte, competían con los genoveses y venecianos. No era infrecuente que los barcos de Génova atacasen navíos catalanes, y viceversa.

Las muchas guerras no impidieron los negocios ni el florecimiento del arte y la cultura. En las ciudades italianas se dieron los primeros cambios de mentalidad que darían paso al Renacimiento.

La Florencia de los Médici con su catedral y sus palacios: icono de la Italia del Quattrocento.

Cisma eclesiástico: la Iglesia con cuatro Papas

¿Y la Iglesia? Durante la Edad Media, y sobre todo a raíz de la inestabilidad reinante a la caía del Imperio romano, la Iglesia se convirtió en la institución de referencia internacional, en cuanto a ley y orden tanto civil como religioso. Los papas de la Iglesia coronaban y deponían reyes; si excomulgaban a uno, sus vasallos ya no le debían obediencia. La Iglesia fundó las primeras universidades (salvo algunas de origen civil, como la de Bolonia), y los monasterios fueron auténticos focos de cultura y motores económicos durante muchos siglos. Obispos y clérigos formaban parte del consejo de los reyes y participaban en la vida política codo a codo con nobles y patricios urbanos. La religión empapaba toda la cultura, daba sentido y propósito a la vida y pautaba el calendario.

Como agente de poder, la Iglesia cayó en todos los errores que cometen los reinos y los estados. Los papas, como auténticos soberanos, luchaban por el trono y no dudaban en iniciar guerras o intrigas para no perder un ápice de influencia. Todos ellos pertenecían a poderosas familias romanas, florentinas o de otras ciudades. Unos cuantos papas murieron asesinados y envenenados. Los cónclaves para nombrar nuevo pontífice podían convertirse en batallas campales.

Desde 1378 la Iglesia estaba dividida en el llamado Cisma de Occidente. El nombramiento del papa Urbano VI, bajo una fuerte presión del pueblo romano, se consideró ilegítimo por parte de unos cuantos cardenales. De modo que se reunieron y eligieron a otro papa: Clemente VII. Pero Urbano no dimitió, así que Clemente huyó a Aviñón, donde estableció su sede. Ya tenemos una Iglesia con dos cabezas.

Concilio de Constanza: resolviendo el cisma papal.

Varios teólogos, entre ellos Guillermo de Ockam y Marsilio de Padua, promovieron la doctrina del conciliarismo, por la cual un concilio ecuménico podía juzgar y deponer a un papa si era necesario. En el concilio de Pisa (1409) se intentó resolver el cisma nombrando un nuevo papa, Alejandro V. Pero este murió al año siguiente, siendo sucedido por Juan XXIII, sin que los otros dos pontífices cedieran, con lo que la Iglesia pasó a tener ¡tres papas! Eran Juan XXIII, Gregorio XIII y Benedicto XIII, papa español de la familia Luna, a quien encontraremos en la historia de la reina María, pues fue él quien los casó, a ella y a Alfonso, en la catedral de Valencia.

Finalmente, el emperador Segismundo de Luxemburgo convocó el concilio de Constanza.  Tras años de discusiones y enfrentamientos, Juan XXIII y Gregorio XIII aceptaron dimitir, pero Benedicto XIII huyó a Peñíscola, donde se mantuvo hasta su muerte sin renunciar a su cargo. Los cardenales, mientras tanto, eligieron papa a Martín V. Benedicto XIII, «el Papa Luna», continuó siendo considerado el auténtico papa por buena parte de los aragoneses, catalanes y valencianos.

Castillo de Peñíscola, donde pasó sus últimos años el Papa Luna.

Si hoy pensamos...

Si hoy creemos que la Iglesia está en crisis, a punto del cisma; si pensamos que en el mundo hay muchas guerras y que nuestros estados se fragmentan a causa de los nacionalismos, echemos un vistazo a este Quattrocento europeo que le tocó vivir a la reina María. ¿No hay nada nuevo bajo el sol?

Como diría la reina:

«Los reinos del mundo pasan… pero mientras estamos vivos, parece que nos aferramos a las cosas como si nos fuera la vida en ello. El oro, la tierra, las piedras… hasta la sal.» (capítulo 21, «La guerra de las mujeres»)

«Los hombres de Iglesia no siempre son hombres de paz. [...] Si los hombres de Iglesia no dan buen ejemplo, ¿qué harán los hombres de guerra?» (capítulo 38, «Condes, un abad y una mora cristiana»).

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